Florencia Nocturna
Piazza di San Giovanni
Comenzaba a hacer frío. El cielo estaba rojizo y no había nadie en la Piazza di San Giovanni. Solo algunos transeúntes vagaban fantasmales sobre el húmedo empedrado. Bajo el umbral de una de las puertas del Baptisterio parecía hacer menos frío. Permanecí allí. Era la puerta que estaba en dirección al Este. “La puerta del Paraíso”, como pensaba Michelangelo. Un macizo de bronce esculpido, Dios sabe de qué forma por las manos ásperas del prominente artista. Encendí un cigarrillo en la penumbra. Mientras la braza brillaba más y más en cada calada, asomé la cabeza hacia el costado saliendo un paso y observé la inagotable fachada del Duomo, más atrás sobresalía imponente la cúpula de Brunelleschi. Pensé en él, en sus catorce años dedicados a la obra, en sus herramientas, en la concepción del tiempo. Rápidamente todo se desvaneció. Se hizo polvo. Los pensamientos se dispersaron. No podía sostener una idea, solo pensaba en la estúpida y macabra incapacidad de escribir. Buscaba motivos, me refugiaba en la melancolía y finalmente terminaba diciéndome inútil.
Hacia unos días que intentaba escribir y solo cosechaba fracasos. Me sentaba largas horas frente a la computadora a consumir mis pulmones cigarrillo a cigarrillo, mientras la página continuaba en un blanco sepulcral.
Una fina llovizna comenzó a caer. Enfrente un pequeño bar parecía arder en llamas. El humo azul transformaba el lugar en un ambiente turbio y desagradable. Tiré el cigarrillo, intente deshacerme de mi tortura privada y me encamine al bar.
Michele
Cuando lo encontré, ya estaba borracho. Tenía los ojos cristalinos. Hablaba lento y pausado. Me invitó un Whisky que tome en dos sorbos y salimos del lugar.
Ya no lloviznaba. Pero el cielo permanecía diabólicamente rojizo. Michele caminaba bien pese a su estado. Llegamos a la Piazza de la Repubblica por la Via Roma y nos encontramos con que estaba demasiado poblada para nuestro gusto.
Había conocido a Michele en la estación de trenes de Roma hacia una semana. Charlamos de trivialidades. Se notaba cierto dejo solitario en su rostro y creo que eso nos hacia cómplices de algún modo. No entablamos una amistad ni mucho menos, pero, solíamos frecuentar los mismos lugares nocturnos de Florencia. Ahora insistía en que debíamos ir a la Piazza Michelangelo. Decía que desde allí se podía “contemplar holisticamente la ciudad”. Utilizaba esta palabra como un descubrimiento reciente que le confería cierta notoriedad a su discurso.
Convencimos al dueño de un restaurante que nos venda un poco de alcohol. Lo guarde en el bolsillo interior del sobretodo. Seguimos hasta la Piazza de la Signoria. Nos sentamos en las escalinatas bajo la gallería de los Uffizi. De frente a nosotros, el Palazzo Vecchio estaba iluminado por una luz tenue y melancólica proveniente de la luna que se insinuaba entre las nubes. Todo parecía una escenografía de Florencia más que la misma Florencia. Todo parecía pintado: el empedrado brilloso por la humedad. El Palazzo Vecchio iluminado por la luna fantasmal, el gran corredor del Pasaje de los Uffizi, y al final el río, el cielo rojizo, la soledad y el cigarrillo arrugado que nuevamente comenzaba a humear.
Noche redentora
Cargué a Michele en un taxi y lo abandoné. Su cuerpo ya no resistía. Florencia seguía ahí pintada en tres dimensiones. Logré no pensar en escribir, mientras poco a poco me fundía con el paisaje. Empine la petaca por enésima ves mientras apoyaba los codos en la baranda. El río estaba ahí abajo y un poco a la derecha una sucesión de puentes unía las dos riveras. Atravesé el Ponte Vecchio, ahora con sus pintorescos negocios a oscuras y enrejados. Había una profunda soledad difícil de concebir durante las horas de sol. Caminé. Nunca había visto Florencia tan extraordinariamente hermosa. Tomé la Via Lungarno acompañando el río. Las construcciones bajas, el aguas teñida de azul metalizado con pintas dibujadas por los faroles que se reflejaban en ella.
Empiné nuevamente la petaca. Limpié mis labios con la manga del sobretodo. Me senté en la escalinata de la Piazza Poggi a fumar y recordé a Michele y su visión holística. El cigarrillo se consumió en mis dedos sin que el tiempo se detuviera. Casi sin esfuerzo subí la interminable escalinata hasta la Piazza Michelangelo. Comenzaba a amanecer. La luz fría del día asomaba entre las arcadas del Ponte Vecchio. La Toscana volvía a vivir después de una lúgubre y melancólica noche de otoño, mientras yo comenzaba a morir nuevamente. Observe Florencia. Ella me pertenecía . Las luces de la ciudad todavía estaban encendidas. Los techos que eran negros comenzaban a tomar el color terracota. La réplica del David de Michelangelo parecía con vida mientras yo daba el último trago a la petaca y me volvía a hundir en el inmenso infierno de la luz solar.
Comenzaba a hacer frío. El cielo estaba rojizo y no había nadie en la Piazza di San Giovanni. Solo algunos transeúntes vagaban fantasmales sobre el húmedo empedrado. Bajo el umbral de una de las puertas del Baptisterio parecía hacer menos frío. Permanecí allí. Era la puerta que estaba en dirección al Este. “La puerta del Paraíso”, como pensaba Michelangelo. Un macizo de bronce esculpido, Dios sabe de qué forma por las manos ásperas del prominente artista. Encendí un cigarrillo en la penumbra. Mientras la braza brillaba más y más en cada calada, asomé la cabeza hacia el costado saliendo un paso y observé la inagotable fachada del Duomo, más atrás sobresalía imponente la cúpula de Brunelleschi. Pensé en él, en sus catorce años dedicados a la obra, en sus herramientas, en la concepción del tiempo. Rápidamente todo se desvaneció. Se hizo polvo. Los pensamientos se dispersaron. No podía sostener una idea, solo pensaba en la estúpida y macabra incapacidad de escribir. Buscaba motivos, me refugiaba en la melancolía y finalmente terminaba diciéndome inútil.
Hacia unos días que intentaba escribir y solo cosechaba fracasos. Me sentaba largas horas frente a la computadora a consumir mis pulmones cigarrillo a cigarrillo, mientras la página continuaba en un blanco sepulcral.
Una fina llovizna comenzó a caer. Enfrente un pequeño bar parecía arder en llamas. El humo azul transformaba el lugar en un ambiente turbio y desagradable. Tiré el cigarrillo, intente deshacerme de mi tortura privada y me encamine al bar.
Michele
Cuando lo encontré, ya estaba borracho. Tenía los ojos cristalinos. Hablaba lento y pausado. Me invitó un Whisky que tome en dos sorbos y salimos del lugar.
Ya no lloviznaba. Pero el cielo permanecía diabólicamente rojizo. Michele caminaba bien pese a su estado. Llegamos a la Piazza de la Repubblica por la Via Roma y nos encontramos con que estaba demasiado poblada para nuestro gusto.
Había conocido a Michele en la estación de trenes de Roma hacia una semana. Charlamos de trivialidades. Se notaba cierto dejo solitario en su rostro y creo que eso nos hacia cómplices de algún modo. No entablamos una amistad ni mucho menos, pero, solíamos frecuentar los mismos lugares nocturnos de Florencia. Ahora insistía en que debíamos ir a la Piazza Michelangelo. Decía que desde allí se podía “contemplar holisticamente la ciudad”. Utilizaba esta palabra como un descubrimiento reciente que le confería cierta notoriedad a su discurso.
Convencimos al dueño de un restaurante que nos venda un poco de alcohol. Lo guarde en el bolsillo interior del sobretodo. Seguimos hasta la Piazza de la Signoria. Nos sentamos en las escalinatas bajo la gallería de los Uffizi. De frente a nosotros, el Palazzo Vecchio estaba iluminado por una luz tenue y melancólica proveniente de la luna que se insinuaba entre las nubes. Todo parecía una escenografía de Florencia más que la misma Florencia. Todo parecía pintado: el empedrado brilloso por la humedad. El Palazzo Vecchio iluminado por la luna fantasmal, el gran corredor del Pasaje de los Uffizi, y al final el río, el cielo rojizo, la soledad y el cigarrillo arrugado que nuevamente comenzaba a humear.
Noche redentora
Cargué a Michele en un taxi y lo abandoné. Su cuerpo ya no resistía. Florencia seguía ahí pintada en tres dimensiones. Logré no pensar en escribir, mientras poco a poco me fundía con el paisaje. Empine la petaca por enésima ves mientras apoyaba los codos en la baranda. El río estaba ahí abajo y un poco a la derecha una sucesión de puentes unía las dos riveras. Atravesé el Ponte Vecchio, ahora con sus pintorescos negocios a oscuras y enrejados. Había una profunda soledad difícil de concebir durante las horas de sol. Caminé. Nunca había visto Florencia tan extraordinariamente hermosa. Tomé la Via Lungarno acompañando el río. Las construcciones bajas, el aguas teñida de azul metalizado con pintas dibujadas por los faroles que se reflejaban en ella.
Empiné nuevamente la petaca. Limpié mis labios con la manga del sobretodo. Me senté en la escalinata de la Piazza Poggi a fumar y recordé a Michele y su visión holística. El cigarrillo se consumió en mis dedos sin que el tiempo se detuviera. Casi sin esfuerzo subí la interminable escalinata hasta la Piazza Michelangelo. Comenzaba a amanecer. La luz fría del día asomaba entre las arcadas del Ponte Vecchio. La Toscana volvía a vivir después de una lúgubre y melancólica noche de otoño, mientras yo comenzaba a morir nuevamente. Observe Florencia. Ella me pertenecía . Las luces de la ciudad todavía estaban encendidas. Los techos que eran negros comenzaban a tomar el color terracota. La réplica del David de Michelangelo parecía con vida mientras yo daba el último trago a la petaca y me volvía a hundir en el inmenso infierno de la luz solar.